domingo, 28 de noviembre de 2010

La niña

    La noche en la que Lapitia había encontrado al bebé había estado plagada de signos nuevos para la bruja: la luna había desaparecido, el viento se movía muy rápido pero no agitaba las copas de los árboles, la tierra estaba húmeda y los conejos se habían cobijado en sus madrigueras.

    Cuando Lapitia había llegado a su casa se había sentido terriblemente cansada. Además el frío que se había depositado en su interior no había desaparecido del todo.

    Ahora, la niña permanecía en silencio. No estaba dormida. Se limitaba a mover las manos y a mantener sus enormes ojos grises abiertos. La criatura miraba una y otra vez el mismo objeto: el bastón de la bruja. Esto extrañaba a Lapitia porque su bastón no estaba hecho de ningún material brillante, que pudiese llamar la atención de un bebé. Su cayado era de madera de roble y tenía una pequeña empuñadura de mármol en la que estaba tallada una minúscula rosa. Sin embargo, aunque el objeto era sencillo, por una extraña razón, llamaba la atención de la pequeña.

     Aquella noche, cuando la bruja había llegado a su casa se había percatado de que en su morada no había ninguna cuna, ni siquiera había un mísero camastro en el que poder acostar a la niña. Lapitia no tenía una cama propia porque casi nunca dormía y, cuando lo hacía, se limitaba a situar dos almohadones sobre el suelo y a tumbarse sobre ellos con cuidado.

     Por eso ahora Lapitia tejía una manta para sustituir a la mugrienta tela que envolvía todavía el cuerpo del bebé. Mientras tanto, la pequeña resposaba sobre uno de los almohadones mientras miraba con asombro el bastón de roble.

     Más tarde, cuando por fin la niña se durmió, Lapitia terminó de tejer la manta, la colocó sobre la pequeña, quemó la vieja tela en la chimenea que calentaba la casa, tomó su bastón, reposó su barbilla sobre la empuñadura y pensó: "Esta niña ya tiene una manta. Ahora necesita un nombre."

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